“No hagas eso”, “cállate”, “estate quieto”, “haz lo que yo te digo,
obedece”, “pórtate bien”, “sé formal”, “compórtate”… ¿Cuántas veces
hemos escuchado esto?
Esto se ha quedado grabado en nuestro inconsciente. Esto nos marca. Esto actúa aún cuando nosotros no nos damos cuenta.
Nos impone una postura severa -demasiado rígida en ocasiones-, con
respecto a ciertos aspectos personales –a cada uno le afecta de un modo
diferente y en aspectos distintos- en los cuales nos vamos reprimiendo,
coartando, limitando, atenazando, o constriñendo hasta el punto de
ahogar nuestra espontaneidad y nuestra naturalidad, dejando con ello de
ser nosotros mismos, anulando al niño campechano, espontáneo y
desenvuelto que a todos nos habita.
Otras personas, o las circunstancias -a veces-, nos imponen o nos
invitan a prohibir que se expresen algunas de nuestras partes, y
nosotros aceptamos esa imposición o esa invitación con el consiguiente
dolor interno y la tristeza que conlleva.
Eso mata nuestra alma y anula nuestro Ser.
Si uno echa la vista atrás –o mira bien en su actualidad- y se da
cuenta de todas las veces que ha tenido que renunciar a ser él mismo, o a
mostrarse como realmente es, o a decir lo que le hubiera gustado decir o
hacer lo que de verdad le apetecía a hacer, se arriesga a encontrarse
con una montaña más o menos grande de frustraciones, de rabias
acumuladas, de protestas amordazadas, de lágrimas que se ha tenido que
tragar, de sentimientos lastimados, y de dolores de todos los calibres.
Esa es la realidad. Y felicitaciones para el afortunado o afortunada que no encuentre dentro de sí algo de esto.
Estamos hablando de un pasado que ya pasó y no tiene remedio, pero
estamos hablando también de un presente y un futuro en el que no es
necesario que siga siendo así.
En estos momentos de darse cuenta uno de algo que duele y se niega es
cuando se puede coger toda su rabia reprimida y utilizarla como energía
a utilizar para poner un punto y aparte y comenzar a caminar con
libertad.
“Hasta aquí he llegado. De acuerdo. Lo acepto. Es lo que hay, pero
eso no me obliga a tener que seguir reprimiéndome, a ser siempre quien
cede y calla, a soportar mis lágrimas en silencio y esta tristeza que
solo me pertenece a mí y solo yo padezco. Ya está bien. Tengo mis
derechos y voy a ejercerlos y voy a reclamar que se respeten. Que se me
respete. Que pueda ser yo mismo.”
Ejercer ese derecho a no tener que reprimirse, si hacerlo causa daño,
es un acto de Amor Propio y de respeto a la propia dignidad.
Y el Amor Propio y la Dignidad Personal son pilares básicos que uno
ha de respetar y que ha de exigir el respeto por parte de los otros.
Sin rabia, sin reproches, con amor y buena voluntad, es conveniente
tomar la firme decisión de no permitir que nos repriman, y darnos
permiso para no reprimirnos.
Y sí se puede hacer.
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