El
corazón no se rompe, jamás lo hará pues su estructura es muy fuerte.
Nadie tiene el poder de deshacernos, nos destruimos a nosotros mismos a
través del otro.
Las
personas llegan a nuestra vida, no sólo para impactarnos, sino también
para darnos una o varias lecciones. Ellas arribarán siempre cargadas de
cosas que enseñarnos y con las llaves de algunas puertas que no hemos
podido o no hemos querido abrir.
Una
pareja viene a mostrarnos los puntos en los que tenemos que trabajar,
es un reflector de las fallas de nosotros mismos, un proyector de
nuestro lado oscuro. Son actores que se prestan como intérpretes para
que veamos lo que no nos hemos atrevido a mirar dentro, muy dentro.
El
otro es y siempre será un espejo. Si decidimos, de una manera
consciente, que no queremos más a una persona cerca, debemos dejar de
culparla, pues también somos responsables de todo lo sucedido.
Tenemos
la inminente costumbre de echarle la culpa al otro de lo que sucede,
aunque las relaciones son de doble vía. Si alguien llega a devastarnos
lo más seguro es que lo hayamos destruido nosotros también.
El
que se rompe no es el corazón, sino el ego. Él es el que se tira al
piso, patalea y hace drama. El lastimado, el abandonado, el que nos
engaña diciendo que somos víctimas cuando en verdad no hay victimario ni
héroe, sólo aprendizaje y sabiduría.
Soltemos
a las personas agradeciendo y deseándoles lo mejor, descubriendo que el
corazón, tan sólo, se ha hecho más fuerte y el ego más débil.
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